sábado, 30 de agosto de 2014

De maese Sancho y la somanta de palos que le dio su señor don Quijote…

No creerán vuesas mercedes lo que agora mesmo les contaré, que no es traído aquí de mi corto ingenio por boca mía y letra de este bachiller Carrasco que pagué, sino por derecho del destino que nos aguarda a la puerta, que entrando pronto ya no logras sacarlo, ni así del aposento, ni de la cuadra, ni tampoco de la pocilga, tal es su encono, y el esmero con que se aplica.

Primero es decir que maese no soy sino de asnos y borricos, que si en eso haya dignidad y título, a mí primero me toca, pero quiere el licenciado que me cobra dineros darme tratamiento, y no es cosa de desairar a quien, pagado, pueda en su adentro guardar malicia para escribir cuanto le venga en la gana, que así como soy, según dicen, maese, tampoco sé letra alguna, y no teniendo modo ni manera de saber en qué dice el escribiente verdad o en qué la falsedad que quiera sobre mi persona, habré de resolverme de acuerdo y sin rechistar.

Cierto es, que escrito está, que a mi burro lomolieron a palos entre mi señor don Quijote y este Sancho escudero, que de cano es tan rucio como el asno. Y, queriendo ese sino que señalo antes no dejar nada al azar, tocóme también a mí en mis propias carnes tal molienda que no la deseo para hijo nacido de madre, ni para diablo engendrado por demonia, si es que eso se puede decir sin pecar ofensa contra nuestra Santa Madre Iglesia o su Suprema delegación. No corrigiéndome el bachiller, doy por cierta la dispensa, que mejor sabrá él de cosas divinas que un simple escudero de aldea del Campo de Montiel.

Los palos no llovieron sobre los lomos de este Panza, o Zancas, que de todos modos me llaman, sin motivo, bien es así, pero no crean vuesas mercedes todo lo que les digan, que aquí está escrita la verdad. El manteamiento en la venta que mi señor creyó castillo encantado, no parecióme a mí tan gravoso como las puñadas, a cientos, ¡qué digo!: a miles, si la cuenta no perdí, que mi señor don Quijote, caballero andante, de sesera ida y sin parar mientes, me dio. No queriendo más extenderme, relataré a vuesas amplísimas mercedes lo que aconteció, que fue, por más señas, al regreso a la aldea desde nuestro destierro en Sierra Morena, donde mi amo, en pellote vivo, quiso penar como un señor Amadís que me dijo, al que no conozco de nada.

Después que anduviera buscando a mi señora Dulcinea por encargo de este don Quijote que me manda, nuestros paisanos, el cura y el barbero encontráronme, y volvimos todos de la Sierra a la aldea, adonde mi señor habría de llegar enjaulado con artes de engaño para disuadirle de sus locas andanzas. Pues, como no era mi culpa semejante afrenta a un caballero andante, no viendo él que el encantamiento fue obra de estos que dije, cura y barbero, volvió a mí su furia de tal modo que solo paró de molerme cuando creyóme matado, tantos y en todas partes fueron los golpes. Y esto sucedió cuando, entre la venta y la aldea, soltaron a mi señor del enjaulamiento ante sus súplicas para aliviarse, y que no tuviera que pasar la afrenta de ensuciar un caballero calzones y jaula como bestia del monte, que si con artes encantadas allí lo metieron, él, por su mucha inteligencia y alta hidalguía, supo salirse con astucia e ingenio. Fuera de la jaula, lo acompañé tras unos matorrales altos que había, y me asió del brazo que más cerca tenía y me habló muy bajo:

–Tente, Sancho, que por allí veo venir una compaña de la Santa Hermandad. Aprovechemos esta oportunidad, y dejemos a nuestros magos encantadores con la prisión vacía, que no es cosa digna de un caballero andar acuclillado ni a cuatro patas en ese artilugio infernal, que no siendo digno no hacerlo, lo es menos para la física que nos acomete, como mortales criaturas de Dios. Pero esto que te digo, Sancho, aunque no lo comprendas, es ciencia cierta, que probado está. Tú no te preocupes, y acerquémonos, y preguntaré dónde está el camino que por ventura perdimos…

Yo temía mucho que mi señor, vuelto a la libertad, no desvariase de nuevo y me metiera en aventuras de las que no habría de salir bien parado, porque el cura y el barbero, extrañados de tanta tardanza en evacuar, ya andaban inquietos. Miré hacia donde don Quijote me indicaba, pero solo vi una recua de mulos levantando polvo en lo que él creía Santa Compaña…

–Mire vuesa merced que esos que vienen no son sino mulos de carga, y no la Santa Hermandad, y quiera nuestra señora Dulcinea no confundirle más, porque el señor cura está desconfiado y creo que viene ya…

–¡No temas, Sancho, que estás bajo mi protección, y nada malo puede pasarte siendo yo tu valedor, que ni todos los curas del mundo podrán acecharnos; antes los deslomaremos…!

Mi señor echó mano a la espada, pero como no la tenía, porque lo habían desarmado para enjaularlo, blasfemó y juró, y se revolvió, conjurando a los demonios del encantamiento. A sus voces, asomaron por los matorrales el cura y el barbero, y hasta Rocinante se llegó a ver el alboroto. Don Quijote, que vio a su montura cerca, brincó con tanto empeño sobre el pobre jamelgo que a punto estuvo de echarlo a tierra. Pero, cosa sorprendente, aguantó la embestida del loco hidalgo, y relinchó, no sé bien si de dolor o de sorpresa, o de ambas y las mismas cosas, y salió disparado, que es como decir un ligero trote, poco más deprisa que andando.

–¡Sígueme, Sancho, y olvídate de la Compaña, que vamos a asediar el castillo encantado! –tuve tiempo de oír a mi señor que me gritaba.

¿Qué podía hacer yo, sino ir adonde me dijera? Corrí cuanto pude y me subí al asno, y me puse en pos del polvo que Rocinante levantaba, para llegar a la venta antes que nos alcanzaran. Cuando caballero y escudero, animales sobre animales, nos emparejamos, casi agotado ya el rocín de mi señor, aún tuve resuello para decir:

–Que eso que ahí vemos no es castillo, sino la venta en que me mantearon… Y si a ella volvemos, a buen seguro que nos harán pagar lo que a deber dejamos, que esas gentes no andan sobradas más que en malicia, golpes, y buen queso…

–¿Desvarías, Sancho, pobre ignorante? ¿Dónde viste tú venta ni queso que dices? ¡Basta de predicar como un cura…! –se paró de pronto, hinchando la vena que tiene al cuello más gruesa que las otras–. Es fortaleza encantada, torreón de un amo de los de Alá, sin duda. ¡Anda al punto hasta el castillo, que será morada de algún poderoso moro, tal es el lujo de esas almenas, que llegando yo de aquí a poco, tengan puesta la mesa, y el mantel extendido, por no recibir a un caballero andante de menor guisa que a señor noble, o a gobernador de ínsula, o a príncipe de tierras lejanas…!

–No sé qué dice vuesa merced… –dije, con temor, ante el soliloquio de don Quijote, por sacarle destas imaginaciones.

–Oyes solo lo que quieres, Sancho, como todos los sordos… –volvióse mi señor hacia mí, con el puño blandido, amenazante, y diome grandes voces porque me acercara a la malhadada venta–. ¡Anda, Sancho, ruin escudero, y anuncia a tu señor…! Que así como tuvimos que derribar a los gigantes que había, asimesmo hemos de tomar este castillo encantado si no nos abren de grado la puerta. Y, quién sabe, Sancho, si tras sus muros gruesos no estará mi señora Dulcinea, cautiva de este príncipe moro encantador de damas, que si así fuera, yo la salvaría y desfaría el encantamiento, y quizá, si la suerte nos sonríe, hasta le quitara el dominio y lo pusiera en tus manos, que así serías gobernador del castillo, entretanto no alcancemos la ínsula que te prometí…

Llegados a este trance, era tanta la locura de mi señor y el temor de este escudero, que hasta mi jumento se espantó de sus palabras, y salió de estampida dándome conmigo a tierra. Y, creyendo mi amo que era fingimiento mío por no obedecer su mandamiento, descabalgó de Rocinante, y a punto de caer al suelo estuvo si no le agarrara por la hoja de lata que tenía de armadura, que más me valiera haber salido por piernas, porque, así se vio en vertical, empezó mi señor a molerme en tantas partes de mi cuerpo que no lo contara si no me cayera, entre verdad y doblez, y quedara extendida mi escasa talla sobre el polvo del camino. Que, teniendo mi señor don Quijote por cierto que habíame muerto de los palos, se tranquilizó de la ofuscación que llevaba, y echóse al lado conmigo, y puso los ojos mirando al cielo, y habló como consigo solo:

–Tienes, Sancho, la suerte en la cara, que si no te creyera matado, yo mismo te llevaría a la Muerte con estas manos... Las pocas mientes que tenías se van, paréceme a mí, agrandando cada día, y hasta eres más alto que antes, si estos ojos no me engañan. Aunque pareces persona, eras bestia para las cosas del entendimiento, y si simple cuando abandonamos la aldea para recorrer el mundo y encontrar nuestro imperio y los prodigios que viste, y los que veredes, agora no te tendría por menos que el cura, o algún bachiller, tantas y tan maravillosas cosas aprendiste, que, cuando te dé, por fin, tu ínsula, tendrás mucha más razón y comedimiento para su gobierno. ¿Es cierto cuanto digo, Sancho, o ya lo soñé ayer?

Yo, que mucho temía mi respuesta, por no airar a mi señor y que volviera de allí a poco a darme puñadas, tuve al final que responder lo que supe, que ya mi pecho se agitaba de nuevo con la normal respiración después de aguantarla cuanto más pude.

–Cierto es…


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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...