domingo, 5 de agosto de 2012

Las personas de mentira


Cuando era un niño, más chico que ahora, a veces jugábamos a verdad o mentira, que era como Vamos a contar mentiras tralará pero en versión barriobrera. Uno, el que mandaba, decía algo, cualquier cosa, real o inventada, y los demás debían contestar verdad o mentira, según su entender, y ganaba quien más verdades o mentiras tuviera, por mor de la fuerza de la mayoría aclamatoria. Como en la Esparta tucidiana.

Hoy, ya con pelos en la barba, me parece en ocasiones que sigo jugando a lo mismo, sólo que mis pequeños amigos y vecinos que aclamaban la respuesta se han transfigurado en berniniana multitud, legión, ítem más, universo todo. Bástanos saber, para nuestra escasa y miserable existencia, un par o tres de cosas con relativa certeza. Las demás nos son dadas, pensadas y sabidas por ese cosmos humano que clama las verdades eternas, que aplaude el conocimiento de lo absurdo y pontifica planos esotéricos de la realidad –incluso y a pesar de que ésta carezca de forma o esencia.

Sé algo de enfermedad y sé algo de salud. Sin una correcta higiene mental no solo no hay buena salud, no hay salud alguna. Miren la vida de un modo frío y mecánico y verán que pronto se desvitaliza y enferma, pues donde no hay humanidad, sentimientos, valores… no hay vida. ¿Por qué el hombre es tan necio que repite esa historia? Imposible dar respuesta, quizá porque no la hay más que por desconocerla. Vivir en constante emulsión con nosotros mismos nos procura, antes que el alimento necesario para proseguir adelante, una pátina de oscura mediocridad que oculta nuestros vicios a los demás y que nos obliga al permanente disimulo –grandilocuentemente llamado autoengaño– para, por una parte no caer en desgracia ante quienes nos sufren, y por otra evitar precipitarnos en la sima de la fatalidad que descubra, por fin, la máscara que nos desnaturaliza.

Si tuviéramos a mano el espejo perfecto, nos devolvería la nítida imagen de lo que somos, algo que solo con arduas averiguaciones y no poco entrenamiento algunos llegan a discernir. Los tiempos de la filosofía pasaron, acumulan, polvorientos, razón y sensatez. Impelidos por los nuevos vientos de nuestra era, los individuos se alejan cada vez más de sí y revolotean inconscientes sobre las luces de la apariencia, transfiguradas sus faces en muecas y sus pensamientos en códigos binarios, receptores de no sé qué mensajes, pero mudos parloteadotes, incapaces ya de decir.

¿Serán esas personas de verdad? Quizá no revistan más que una mera apariencia de seres humanos y tras ella escondan, como el pulpo Ernesto, que en paz descanse –por cierto, el cuñado de López empieza a resultarme sospechoso–, rostros alienígenas de desmesurada hermosura. O quizá seamos nosotros, los humanos, los invasores reales, seres de otro mundo, personas de mentira…

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...