Cuando era un niño, más chico que ahora, a veces
jugábamos a verdad o mentira, que
era como Vamos a contar mentiras tralará
pero en versión barriobrera. Uno, el que mandaba, decía algo, cualquier cosa,
real o inventada, y los demás debían contestar verdad o mentira, según
su entender, y ganaba quien más verdades
o mentiras tuviera, por mor de la
fuerza de la mayoría aclamatoria. Como en la Esparta tucidiana.
Hoy, ya con pelos en la barba, me parece en ocasiones
que sigo jugando a lo mismo, sólo que mis pequeños amigos y vecinos que
aclamaban la respuesta se han transfigurado en berniniana multitud, legión,
ítem más, universo todo. Bástanos saber, para nuestra escasa y miserable
existencia, un par o tres de cosas con relativa certeza. Las demás nos son
dadas, pensadas y sabidas por ese cosmos humano que clama las verdades eternas,
que aplaude el conocimiento de lo absurdo y pontifica planos esotéricos de la
realidad –incluso y a pesar de que ésta carezca de forma o esencia.
Sé algo de enfermedad y sé algo de salud. Sin una
correcta higiene mental no solo no hay buena salud, no hay salud alguna. Miren
la vida de un modo frío y mecánico y verán que pronto se desvitaliza y enferma,
pues donde no hay humanidad, sentimientos, valores… no hay vida. ¿Por qué el
hombre es tan necio que repite esa historia? Imposible dar respuesta, quizá
porque no la hay más que por desconocerla. Vivir en constante emulsión con
nosotros mismos nos procura, antes que el alimento necesario para proseguir
adelante, una pátina de oscura mediocridad que oculta nuestros vicios a los demás
y que nos obliga al permanente disimulo –grandilocuentemente llamado autoengaño– para, por una parte no caer
en desgracia ante quienes nos sufren, y por otra evitar precipitarnos en la
sima de la fatalidad que descubra, por fin, la máscara que nos desnaturaliza.
Si tuviéramos a mano el espejo perfecto, nos devolvería
la nítida imagen de lo que somos, algo que solo con arduas averiguaciones y no
poco entrenamiento algunos llegan a discernir. Los tiempos de la filosofía
pasaron, acumulan, polvorientos, razón y sensatez. Impelidos por los nuevos
vientos de nuestra era, los individuos se alejan cada vez más de sí y
revolotean inconscientes sobre las luces de la apariencia, transfiguradas sus faces
en muecas y sus pensamientos en códigos binarios, receptores de no sé qué
mensajes, pero mudos parloteadotes, incapaces ya de decir.
¿Serán esas personas de verdad? Quizá no revistan más
que una mera apariencia de seres humanos y tras ella escondan, como el pulpo Ernesto, que en paz descanse –por cierto, el cuñado de
López empieza a resultarme sospechoso–, rostros alienígenas de desmesurada
hermosura. O quizá seamos nosotros, los humanos, los invasores reales, seres de
otro mundo, personas de mentira…
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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...