domingo, 3 de enero de 2010

De cómo hablar para no entendernos

El mito babeliano del Libro del Génesis, explicado desde la perspectiva cristiana como el precio que debe pagar el hombre a causa de su soberbia, parece traslucir en su esencia la vocación del individuo de no tener que entender a su semejante. Pienso, como devoto ateo, que las Sagradas Escrituras sólo son una de las muchas interpretaciones cosmogónicas del mundo, y probablemente no la más acabada, pero del embrollo bíblico derivó la falta de entendimiento entre los humanos.

Qué decimos y cómo lo transmitimos constituyen la base necesaria para que quienes nos escuchan sepan de qué hablamos, para que se introduzcan en la conversación y participen, en la medida de su capacidad/necesidad, en ella. Incluso si los que escuchan son meros agentes receptores, es decir, pasivos, es preciso que conozcan el código del mensaje para ser así capaces de descifrarlo, también según su capacidad. A pesar de estas premisas apriorísticas básicas, sucede ordinariamente que la comunicación resulta tremendamente complicada pese a realizarse por los cauces pautados y con unos actores a quienes se supone la capacidad mínima necesaria. ¿Qué significa esto en realidad? La respuesta bien podría ser otra pregunta: cuando dos sujetos hablan en la misma lengua, ¿se entienden? Puede que no, a juzgar por el desarrollo del devenir histórico. Pero esto tampoco es rigurosamente exacto.

Para que se produzca el entendimiento sólo es preciso que emisor y receptor compartan un código lingüístico común, a saber, que hablen el mismo idioma. También intervienen, es verdad, factores culturales, sociales e incluso económicos, pero básicamente es factible entender lo que el otro dice si ambos conocen los rudimentos de la lengua que emplean. Ahora bien, la experiencia nos dice que sólo es posible el entendimiento real, absoluto, si se comparte, además, idéntica opinión, por no decir criterio. No basta con que nos hablen en el mismo idioma, sino que necesitamos que nos digan lo que queremos escuchar. En ese preciso momento la conexión es posible, entendemos lo que el otro dice. Si no, difícilmente podremos llegar a un punto de equilibrio para que se produzca el entendimiento. Es posible, pero difícil.

Sólo viéndonos reflejados —en el espejo, en una idea, en un color, en una sensación, en un sentimiento— parecemos adquirir conciencia propia. Si el mundo tangible que nos rodea nos es hostil, andaremos desnortados, anhelando la palabra segura, la mirada cálida, el gesto amigo que nos dé cobijo. Sólo conociendo al otro podremos comprenderlo y sustituirlo abstractamente, llegando entonces a un lugar de entendimiento propicio para avanzar. Para eso es necesario compartir con los demás idénticas o parecidas aspiraciones o deseos. Así funciona el sistema. Así cataliza la sociedad, aglutinando en torno a una característica intrínseca, sea la que sea, a un grupo de sujetos que se sienten vinculados e identificados por ella, la poseen en común. Así surgen las diferencias y sus pares perversos, los hechos diferenciales, que convenientemente utilizados se convierten en cosas incomprensibles que parecen de otro mundo.

Para entendernos es preciso que compartamos, pues. Pero, qué maravilloso sería que esto no fuera necesario, al menos no imprescindible. Significaría que hemos trascendido lo propio para participar de lo común. Claro que es tan difícil...

A propósito de esta capacidad de entendimiento, también pudiera parecer, no siempre, pero en algunas ocasiones, que uno sabe perfectamente de lo que habla. Les aseguro que no es así. Por lo que a mí respecta, las más de las veces tan sólo tengo opinión, pero no criterio. Y aun así, lo mismo que ciertos representantes del pueblo, me permito hablar de todo sin saber ni qué digo. De modo que me van a permitir que siga escribiendo sobre nada pero pareciendo que entiendo de todo.

También es verdad, no obstante, que si nos limitáramos a hablar de aquello que realmente conocemos, la conversación sería muy pobre, llegando incluso a la ininteligibilidad si nuestro interlocutor no comparte con nosotros tema y mantel, de suerte que, a la postre, sea preferible hablar sin saber a, sabiendo, callar.

Podría llenar páginas con argumentos que les convencerían de mi estupidez, pero ni siquiera eso me convertiría en un necio. De la misma manera, puedo ser efectivamente tonto sin que, a juzgar por lo que escribo, se lo pareciera a ustedes. En fin, puedo pintarles el paraíso, pero cuando salgan por la puerta no se engañen: uno necesita apoyos. Sin ellos pronto perdemos la estabilidad, que es precisamente lo que ocurre cuando se inutiliza la parte más noble de nuestro ser, los sentidos. Al cabo, por muy importantes que nos creamos, el hecho claro es que la mayor parte de las veces no podemos tomar decisiones, pequeñas o grandes, que sólo nos comprometan a nosotros mismos. Es necesario llegar a un punto de equilibrio con el otro, a un entendimiento que aunque precario, sirva de nexo y dé cobijo al armazón que quizá pueda y deba construirse después.

En fin, me van a disculpar, porque como suele ocurrir con los ignorantes, me puede el atrevimiento.

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...